Sin duda vivimos tiempos convulsos en el actual escenario
político que presagian cambios profundos en el sistema democrático de España. Ahora, se antoja necesario
realizar un análisis de situación en vísperas de la conmemoración del séptimo
aniversario de la revolución que supuso la eclosión del 15-M, aunque otras plumas prestigiosas, como la del periodista Arsenio Escolar, en su artículo "Un balance agridulce del 15-M, siete años después” ya se han ocupado en días precedentes de estudiar la citada
efemérides.
Los lectores permitirán que me ponga en el papel que
interpretó el genial Paco Martínez Soria
en la célebre cinta de José Luis Sáenz
de Heredia, Don Erre que erre, y
siga en el empeño de postular la idea de que la única receta para salvar la
democracia, de su lamentable y actual declive, es que se produzcan una serie de
hechos que abran la vía para los cambios que la gran mayoría de los ciudadanos
vienen demandando.
Receta. |
La primera premisa para conseguir el objetivo enunciado es
conseguir la unidad de toda la izquierda.
En caso contrario, la posibilidad de derrotar a la derecha en las próximas
elecciones generales se antoja harto complicada. Sé que algunos dirigentes
políticos y bastantes más ciudadanos apuestan por esa fórmula. El problema es
que en las cúpulas de las fuerzas políticas creen que esa unidad debe
producirse a posteriori de los comicios.
A mi juicio un grave error. La izquierda debería tener la
capacidad de pactar un programa de mínimos que garantizase el apoyo mayoritario
de los ciudadanos. Lo contrario volvería a llevar a las peleas a las que nos
tienen acostumbrados y a la falta de generosidad que suelen demostrar.
En ese pacto de mínimos debería incluirse la imprescindible reforma de la Constitución que
garantice para siempre derechos y libertades y que constituye el segundo
elemento de la receta básica para tratar de salvar la democracia, tocada en su
línea de flotación por las políticas ultraliberales y neoconservadoras de la
derecha.
Una oportunidad
histórica para resolver al tiempo, entre otras, la llamada cuestión catalana, es decir la
estructura federal del Estado, que a
la citada derecha nunca le ha interesado afrontar y que tanto daño ha hecho al
conjunto de derechos y libertades, sobre todo por su utilización, como cortina
de humo, para intentar manipular la realidad de una sociedad que sigue viviendo
sumida en la crisis y, buena parte de ella, en umbrales cercanos a la pobreza.
El tercer ingrediente de la receta que promuevo es la
necesidad de impulsar el activismo
político, en todos los órdenes de la vida social, como mecanismo necesario
para, de una parte, concienciar al conjunto de la sociedad de sus propios
derechos y de otra, aunque no guste en los sanedrines de las fuerzas políticas,
como forma idónea de que la ciudadanía haga oír su voz de forma clara y
directa, en defensa de los intereses colectivos, en muchas ocasiones ajenos a
los de uno u otro partido.
El activismo, en todas sus dimensiones, no pretende
sustituir la democracia parlamentaria, sino más bien reforzarla, como lo
demuestran en los países más avanzados y
con regímenes con estructuras bien diferentes. Ejemplos claros los encontramos
en los Estados Unidos de América o
en las modélicas democracias del norte de Europa.
Creo que ha llegado el momento de poner, de verdad, el punto
y final al período de la llamada transición
democrática. Y no porque no fuera una época de modernización y progreso,
que a mi juicio lo fue, sino porque los tiempos y las circunstancias han
cambiado, junto a las necesidades de los ciudadanos, que verán, que si no se
acometen las profundas y necesarias reformas, como van desapareciendo los
derechos y libertades que a los más mayores nos costó sangre, sudor y lágrimas
conquistar para todos.
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